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Veo lo Que Antes No Podía Ver

Testimonios

Dios me permitió ser testigo de un milagro maravilloso el cual me hizo ver lo que antes no podía ver. Un hombre joven que vivía en mi vecindario tenía tuberculosis en los huesos. Había caminado con muletas por quince años, y los doctores y medicamentos que su madre, que era viuda, había usado para él habían fallado todos. Su condición era considerada irremediable, pero un día alguien les dio un folleto de la Iglesia de la Fe Apostólica y les dijo que Dios aún curaba a los enfermos.

La madre pidió oración por su hijo, y dos ministros de la Iglesia de la Fe Apostólica decidieron visitar su casa para orar por él. El joven iba hacia la oficina del doctor, y lo encontraron en su camino hacia el tranvía. Él quería regresar a casa, pero el ministro dijo: “Oraremos por ti aquí mismo”. Se sentó en un tronco, lo ungieron con aceite de acuerdo a Santiago 5:14, y hicieron la oración de fe. ¡El Señor curó a ese joven instantáneamente! Él se levantó, tiró a un lado sus muletas y caminó alabando al Señor. Cuando fue a casa y su madre lo vio caminando, casi se desmayó.

Muchas veces yo había entrado a esa casa cuando el muchacho estaba en cama como una persona muerta, sólo piel y huesos. Después de ser curado, se volvió fuerte, fue a trabajar, subió de peso hasta 88.5 kilos, y era el retrato vivo de la salud. Esa curación me permitió saber que Dios aún responde a la oración.

Mi suegro estaba enfermo en ese momento, y la madre de este muchacho me dijo: “¿Por qué no lo llevas a la Iglesia de la Fe Apostólica y permites que los ministros de ahí oren por él?” No pensé que él iría porque era un incrédulo, pero lo conversamos y, finalmente, mi esposo consintió en llevarlo.

Era después de la medianoche cuando regresaron a casa y sus rostros estaban radiantes. Nos contaron de los testimonios maravillosos que habían escuchado, de lo que el Señor había hecho por otros, y también de lo que Él había hecho por ellos. Al final de la reunión habían ido al altar donde oraron, arrepintiéndose de sus pecados, y Dios los había salvado.

Pensé que era una iglesia extraña para causar que tales incrédulos pensaran que era tan maravillosa, y dije: “No lo creeré hasta que lo vea por mí misma”. Yo había sido fiel en asistir a mi iglesia, pero mi esposo se había desanimado al confesar sus pecados y, aún así, no haber mejorado. Había llegado el momento en que ni siquiera creía en Dios, y por años él había intentado hacerme renunciar a la iglesia. Muchas veces le dije: “¡Te dejaré a ti antes de dejar esa iglesia!”

Había confesado al sacerdote mis pecados, pero mi vida nunca cambió.

Desde la edad de seis años, había confesado al sacerdote mis pecados, pero mi vida nunca cambió. Sentía una condena terrible en mi corazón, pero pensé que podía ir al purgatorio y ser purgada después de mi muerte. Gracias a Dios, descubrí que tenía que ser purgada de mis pecados en esta tierra para poder llegar al Cielo.

Una noche fui con mi esposo a la Iglesia de la Fe Apostólica. Era la primera vez que escuchaba a alguien testificar de la gracia salvadora de Dios. Gente de todos los caminos de la vida contaban la misma historia de “victoria sobre el pecado”. Algo susurró en mi corazón: “¿Puedes tú decir eso?” No podía. El Espíritu de Dios me convencía, y me dí cuenta, por primera vez, que era una pecadora en camino al Infierno. Yo no fui salvada esa noche, pero mientras salíamos de la iglesia le dije a mi esposo: “Si puedo obtener lo que estas personas tienen, ¡dejaré mi iglesia!” Podía sentir que ellos tenían amor y paz—algo que yo no tenía.

Después de cuatro días de convencimiento en mi corazón, le pedí a mi suegra que me acompañara a la Iglesia de la Fe Apostólica. Llevamos nuestros rosarios con nosotras. Yo dije: “Voy a ir al altar y a probar a Dios por mí misma”. Cuando fui al altar, miré alrededor y no pude ver a nadie más con un libro de oraciones o con un rosario. No sabía qué hacer, pero estaba desesperada por conocer a Dios, así que alcé la mirada hacia Él como una pequeña niña, y le pedí que tuviera misericordia en mí, una pecadora.

En ese instante la preciosa Sangre de Jesús lavó mis pecados. El Espíritu de Dios llenó mi alma, y las alabanzas brotaban de mi corazón. Yo sabía que era una hija de Dios. Las personas que oraban conmigo me dijeron que debiera pedirle a Dios que me santificara. No sabía lo que eso significaba, pero se lo pedí, y Él me santificó. También fue una experiencia real—una segunda obra definitiva de la gracia de Dios. Mi alma estaba aún más llena de amor y alegría. Luego, me dijeron que le pidiera a Dios que me bautizara con el Espíritu Santo. Con pura fe lo pedí, y Él llenó mi alma hasta rebosar. Tenía muchísima paz en mi alma.

Cuando llegamos a casa mi suegra le dijo a mi esposo: “¡Te traigo un ángel!” Él sabía lo que ella quería decir—que Dios había hecho algo por mí. Nuestro hogar había sido infeliz. Yo estaba atada por un temperamento horrible y por años había habido alboroto en nuestro hogar. Pero la noche en que Dios me salvó, Él me libró de ese temperamento. Mis confesiones al sacerdote no me habían ayudado, pero Jesús nos liberó a mí y a mi esposo de la esclavitud del pecado. Él nos dio un hogar feliz.

Nuestra conversión agitó al vecindario entero. Mi esposo comenzó a enderezar su vida pasada. Pagó cientos de dólares en deudas que dijo que jamás pagaría. Mi suegro había fumado la pipa por sesenta años, y mi esposo por veinticinco años, pero desde el momento en que Dios los salvó, el deseo de fumar se había ido, así como otras costumbres malas.

Después de que Dios salvó nuestras almas le confiabamos la sanidad de nuestros cuerpos, y la medicina salió de nuestro hogar. Mi esposo sacó una canasta llena de frascos de medicina y los tiró. Más adelante en mi vida me encontré muy enferma, casi al filo de la muerte. El doctor me dio tan sólo dos horas de vida; pero el pueblo de Dios se mantuvo en oración por mí, y el Señor me sanó.

Han pasado aproximadamente cincuenta años desde mi conversión, y mi vida no ha sido un “lecho de rosas”. He pasado por muchas pruebas, pero el Señor me ha llevado a través de todas ellas victoriosamente. Mi oración es que Dios me mantenga fiel hasta el fin de esta carrera Cristiana.