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Libertada del Ocultismo

Testimonios

“Sabía que si volvía la cabeza sería poseída por el demonio”.

Subían más y más, como patitas de gato, comenzando en los dedos de mis pies y deslizándose por mi espalda hasta que llegaron a mis hombros. Un gruñido horroroso y maligno proce­día de mi visitante. No fue un sueño, ni siquie­ra imaginación.

Aquella noche descubrí que en el mundo existen dos poderes reales: el poder de Dios y el poder de Satanás.

¿Cómo había llegado a involucrarme en el ocultismo? Comenzó lentamente, no me daba cuenta de que me estaba metiendo en algo peligroso.

En los primeros años de mi niñez, me lle­vaban a la escuela dominical de una iglesia, a la cual asistían mis padres. Pero, aunque era pe­queña, sentí que en aquella iglesia faltaba algo. Unos años más tarde, cuando era ya un poco mayor, mi mejor amiga irrumpió un día en la biblioteca de la escuela. Tenía la cara encendida y exclamó: “¡Fui salvada anoche!” La miré con escepticismo. “¿Salvada? ¿De qué?” Me dijo que había asistido a una reunión de una iglesia la noche anterior y que había entregado su corazón a Jesús. Ahora era Cristiana. Aquello no me impactó. Todo lo contrario, hice todo lo posible por quitarle de la cabeza el asunto del Cristianismo y hacerla dejar lo que yo creía era sólo una tontería.

En mis años adolescentes mi familia se mudó a Vancouver, Washington, Estados Unidos. El traslado a una ciudad más grande tuvo en mí un efecto aplastante. En mi pueblo natal participaba en las acti­vidades de la escuela y había hecho muchas amistades. Ahora, después del traslado, era una desconocida dentro de una escuela muy grande. Me volví tími­da e introvertida. Y como si esto fuera poco, mi familia comenzó también a tener proble­mas. La inseguridad era terrible. Parecía que no había nada estable en mi vida.

Después, conocí a un matrimonio joven que se dispuso a “ayudarme”. Como conocían a mi familia y sabían lo presionada que vivía, me aseguraron que la puerta de su casa esta­ría abierta siempre para mí. No me dio cuenta de que su intención era introducirme al ocultismo. Establecimos amistad y más tarde comenzaron a hablarme acerca de la comunicación con los espíritus y de visitas de seres extraterrestres. Ya que se decía que la familia de mi madre tenía “un sexto sentido” muy fuerte, me interesaba el fenómeno psíquico.

Dentro de poco tiempo estaba to­talmente inmersa, comunicándome con los espíritus, teniendo sueños proféticos, transfiriendo pensamientos y haciendo proyecciones astrales. Pensa­ba: “¡Esto es lo que yo buscaba! ¡Esto es una realidad y no sólo una religión sin sentido que nunca haría nada por mí!” Todo cuanto hacíamos tenía poder. Pero durante todo ese tiempo, no sabía que se tra­taba del poder de Satanás.

Sabía que si volvía la cabeza sería poseída por el demonio.

Luego tuve la experiencia que me abrió los ojos. Aquella noche, poco después de haberme acostado, estaba aún despierta cuando sentí que algo extraño había entrado en mi habitación. Nuestra casa estaba situada cerca de la carretera, y el ruido del tráfico era constante. Pero de repente mi cuarto se vol­vió silencioso, tanto como la misma muerte, y frío como el hielo. Todo era quieto, como si el tiempo se paró. Fue entonces cuando sentí las patitas de gato que se deslizaban por mi espalda y oí aquel gruñido. Sabía que si volvía la cabeza sería poseída por el demonio. Estaba aterrorizada, totalmente paralizada por el miedo. Aunque tenía la boca abierta, gritaba dentro de mí pero no salía ningún sonido.

Yo era atea declarada, me mofaba de las cosas de Dios, pero comencé a orar: “¡Oh, ayúdame Jesús!” Así oraba una y otra vez. Lentamente los sonidos de aquel demonio fueron disminuyendo hasta que dejé de oírlos. Sentí que las patitas de gato retrocedían por mi espalda. Mi cuarto se volvió cálido de nuevo y pude oír el ruido que hacían los camiones al pasar. Todo se había vuelto a la normalidad. Había tenido mi primer encuentro con el poder que tiene el Nombre de Jesús y nunca más duda­ría de Su existencia.

Después, conocí al hombre que hoy es mi es­poso. Como ya creía en Dios, me considera­ba una Cristiana. Pero Don, mi esposo, había visto el Cristianismo verdadero. Me dijo: “Yo sé cómo son los Cristianos verdaderos y tú no eres una Cristiana”. ¡Qué descubrimiento!

Dios comenzó a guiarnos a Sí mismo. Pero, como siempre fui rebelde, no quería darme por vencida sin ofrecer resistencia. Don había co­menzado a oír por la radio unas reuniones que se transmitían los domingos des­de la Iglesia de la Fe Apostólica. Cuando comenzaba el sermón, yo procuraba estar en otro sitio leyendo un libro o haciendo otra cosa. Un domingo, Don me pidió directamente: “Ven y escucha, te hará bien”. ¡Y así fue!

Unos meses después fuimos a la iglesia. Al final de la reunión, cuando se hizo el llamamien­to al altar, mi esposo se puso en marcha e hizo que lo acompañara. Allí oramos juntos. Dios nos ayudó para que nos pudiéramos hu­millar y arrepentir de nuestros pecados. Aquel día Dios nos salvó y nuestras vidas cambia­ron.

A partir de ahí he vivido los mejores años de mi vida. Cristo es para mí la constante Presencia aseguradora que siempre buscaba. Él nos ha bendecido en abundancia. Todavía tenemos problemas, pues todo el mundo los tiene. Pero ahora tenemos a alguien que nos ayuda y podemos vivir una vida victoriosa sin peca­do.