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El Problema de un Pastor Está Resuelto

Testimonios

Fui criado en la atmósfera de la iglesia y la escuela dominical, y mi nombre fue inscrito en la lista de miembros de la iglesia cuando era tan sólo un niño. Por años, sin embargo, fallé en encontrar alguna alegría en mi religión, y me preguntaba por qué.

Como hombre joven, comencé a estudiar para el ministerio, porque creía que la Biblia era verdad. Por dieciséis años estudié, pasando ocho de esos años en entrenamiento teológico. Terminé en Princeton, haciendo maestría en la lengua griega. Entonces tomé un curso de posgrado designado para equipar a una persona para predicar el Evangelio. Estudié con los mejores instructores, y vine a casa con tres títulos. Tenía altos ideales y trataba de mantener una buena moral, viviendo lo que yo creía que era una vida Cristiana.

Después de que terminé mis estudios, comencé mi trabajo pastoral en el estado de Washington, Estados Unidos. Trataba de guiarles a otros al camino a la vida eterna, pero en las mañanas del domingo, enfrentaba a mi congregación sabiendo que no había llegado a cumplir los mandamientos y preceptos de la Palabra de Dios. Aun cuando predicaba el estándar de la Biblia para los Cristianos, fallaba en cumplir con él.

En las Epístolas y Evangelios, había leído acerca de la victoria que tienen los seguidores de Jesucristo, pero yo estaba derrotado. No tenía paz. En cambio, había turbulencia en mi alma. Me preguntaba por qué yo, como Cristiano, no poseía lo que la Biblia dice que les pertenecería a los Cristianos. Nadie me había dicho que era posible vivir veinticuatro horas cada día sin pecar. No sabía que había poder en el Evangelio para transformar la vida de alguien. Al pasar el tiempo, en vez de parecerme más a Jesús, me estaba alejando más de Él. Tenía el mismo amor en mi corazón por las cosas del mundo que cualquier pecador tiene, y casi había llegado al punto de creer que la religión no servía después de todo.

Un julio, vine a la ciudad de Portland, Oregón, para asistir a una “Conferencia de Buena Ciudadanía” de doce mil personas. Su propósito era encontrar una manera de hacer buenos ciudadanos de malos. Grandes asuntos fueron discutidos, incluyendo condiciones sociales y reformas necesarias. Una gran cantidad de conocimiento fue mostrada en esa convención, pero no escuché mencionar ni una vez un remedio adecuado para la enfermedad del pecado que ellos habían diagnosticado tan perfectamente.

Un día antes de que la convención cerrara, sucedió que fui a una parte diferente de la ciudad. En la esquina de una calle, quedé frente a frente con un grupo de hombres jóvenes que estaban contando la historia de Jesús. Uno tras otro, todos dijeron que habían estado atados por el pecado y que sus buenas decisiones y fuerza de voluntad les habían fallado. En su adversidad habían llamado a Dios, arrepentidos de sus pecados, y el curso entero de sus vidas había sido cambiado. Como prueba de ello, ahora estaban sobrios, respetables, hombres honorables, viviendo con victoria sobre el pecado.

Reconocí que esos hombres habían encontrado la solución al problema que los hombres cultos en la conferencia habían fallado en encontrar. La solución no había llegado a través de gran aprendizaje, legislación, reforma, u otra tal cosa, sino a través del poder transformador de Dios.

Vi la victoria escrita en esos rostros Cristianos, y sabía que sus testimonios eran verdaderos. Por primera vez en mi vida, atestigüé el poder de un Dios quien hace milagros. Aquí estaba la respuesta a la inquietud en mi alma. Descubrí que una vida Cristiana no era asunto de luchar contra deseos pecaminosos, sino de arrepentir de los pecados y tornarse recto con Dios.

Mis ojos fueron abiertos a la verdad. Llegué a la comprensión de que una persona podía estar bien versada en las lenguas originales de la Biblia y en aspectos doctrinales, sin conocer al gran Dios del Cielo. Descubrí, también, que ser un ministro del Evangelio no significaba que era un hombre salvado. Aún cuando gozaba de una posición en la iglesia, no tenía salvación en mi alma. No estaba atado por hábitos pecaminosos obvios, pero tenía un corazón no regenerado. No obstante mi profesión, mi vida moral y mi entrenamiento teológico, era un pecador a la vista de Dios.

Me di cuenta de que yo había sido totalmente ignorante de los primeros principios de la Cristianismo genuino. Decidí entonces que o me haría un verdadero Cristiano o dejaría por completo cualquier religión. Fui a mi cuarto y escribí mi carta de renuncia. Estaba cansado de todo ese fingimiento. Resolví en mi mente que tendría realidad o nada.

Fui al lugar donde la gente de la Fe Apostólica estaba sosteniendo reuniones anuales de campo. Ahí, me puse de rodillas, llamé a Dios, y me arrepentí de mis pecados. No recibí el testimonio de mi salvación mientras estaba de rodillas, pero esa noche al regresar a donde me estaba quedando, Jesús entró en mi corazón y se hizo real para mí. La paz del Cielo descendió sobre mí como la calma después de la tormenta. Llegué a conocer personalmente a aquél que es capaz de salvar del pecado, y Él me dio poder para vivir como un Cristiano debería vivir. Esa oración forjó en mi vida lo que años de lucha por ser Cristiano habían fallado en hacer.

La mañana siguiente desperté alrededor de las cinco, y la paz de Dios aún estaba ahí. Quería encontrar a alguien a quien pudiera contarle la historia, pero no conocía a nadie en Portland, así que me apresuré al campamento de la iglesia. Vi a alguien que había conocido la noche anterior, y le dije: “¡Fui salvado anoche!” Él dijo: “Sí, lo sé. Lo puedo ver por tu apariencia”. Dios había cambiado mi vida y mi semblante.

Cinco días después, busqué al Señor y recibí la gloriosa experiencia de la santificación. Ésa fue la primera ocasión que yo, aún siendo pastor, había sabido de un segundo trabajo definitivo de gracia. Dos días después, ante el altar, busqué que me llenara el Espíritu Santo, y Dios me bautizó. Me dio poder para atestiguar por Él y contar la historia como nunca antes.