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De un Pueblo Minero a Países Lejanos

Testimonios

Mis días de niñez fueron pasados en un pequeño pueblo carbonero. Nuestra familia era poco notada; pero Dios nos vio. Cuando acababa de pasar mi sexto cumpleaños, un periódico Cristiano llegó a nuestra casa. Mi madre y mis abuelos lo leyeron y descubrieron que los Cristianos podían recibir mayores bendiciones y más poder por el servicio de Dios. Mis parientes comenzaron a orar por esas experiencias. Cada mañana y noche la Biblia era abierta y leída en voz alta, y todos nos pondríamos de rodillas y oraríamos. Recuerdo que mis abuelos me dijeron que debería orar a Dios para que me salvara y se llevara los deseos por el pecado fuera de mi vida.

En lugar de obedecerles, comencé a hacer las cosas que otros niños hacían. Traté de fumar, escondiéndome en los campos de moras con algunos de mis amigos. Hacíamos cigarrillos de colillas desechadas que habíamos recogido. Sin embargo, mi corazón me condenaba. Yo sabía que Jesús no quería que fumara. Sabía que cada vez que yo decía una mala palabra, me enojaba, o hacía cualquier cosa pecaminosa, lastimaba a Jesús. Sabía que no debía hacer esas cosas, pero algo dentro de mí tan sólo hacía que las hiciera a pesar mío. Trataba de hacerlo mejor, pero sin Jesús en mi corazón, no lo podía evitar.

Un día mi madre y yo empacamos nuestras maletas, abordamos un tren y comenzamos un viaje de 480 kilómetros a Portland, Oregón, Estados Unidos. Íbamos en camino a una reunión anual de campo de la Fe Apostólica. Nunca olvidaré la llegada a la ciudad. Fuimos recibidos por mi tía y mi primo, y apenas habíamos estado aquí un poco de tiempo cuando dije una mala palabra. Mi primo volteó y me miró y dijo: “Cuando seas salvado, no dirás cosas malas como ésa”. Entonces me sentí miserable.

Cuando fuimos al campamento noté lo felices que todos eran ahí; y cuando empezó la reunión, me sorprendí por la forma en que todos cantaban – cantaban con todo su corazón. Yo sabía lo lejos que estaba de ser un Cristiano, y oré para que Dios me salvara a mí también. Dios respondió a mi oración e hizo un Cristiano de mí. Hizo un completo cambio en mi vida, y ya no fue difícil vivir correctamente.

Se me había enseñado que debía leer la Biblia y orar todos los días para mantenerme salvado. Mi madre me dio una Biblia y también algunos libros de cuentos de la Biblia. Apartaría cierto tiempo cada tarde cuando le­e­ría algunos capítulos o páginas en cada uno.

Dios me mantuvo fiel a Él a través de todos mis años de escuela aunque no tuve amigos Cristianos por un largo tiempo. Algunas veces los niños me molestaban, e incluso la maestra hablaba como si ella pensara que era una tontería ser Cristiano, pero Jesús era un verdadero Amigo. Nunca falló en contestar mis oraciones. Cuando me quedaba solo, Jesús me ayudaba a saber qué hacer. Tenía tan sólo siete años de edad cuando fui salvado, y no he pasado un día en el pecado desde aquella ocasión en adelante.

Al crecer pensé que debería ser de más ayuda a mi madre. Pensé que yo, también, debería ayudar con los gastos. Trabajé du­ran­te las horas después de la escuela y gané dinero para mis ropas y parte de los gastos de nuestros viajes anuales a las reuniones anuales de campo. Cuando no tenía trabajo, oraba y Dios me ayudaba a encontrarlo y hacerlo bien.

Algunas veces nos enfermamos en ese pequeño pueblo minero. No teníamos a nadie que viniera y orara por nosotros, así que orábamos solos, y Dios escuchó y respondió a nuestras oraciones muchas veces. Un invierno, una de mis amigas se enfermó y pensé que si oráramos por ella, tal como vi a los ministros en Portland orar por los enfermos, Dios la curaría. Lo expliqué a los otros y varios de nosotros oramos junto a su lecho. Dios honró a nuestra fe y la curó.

Comencé a trabajar al servicio del Señor desde que era muy joven, recolectando los cancioneros en las reuniones anuales de campo cuando las reuniones eran disueltas, y distribuyéndolos de nuevo a tiempo para la reunión siguiente. Descubrí que hacer cosas por los demás y ayudar en el trabajo de Dios traía verdadera alegría y felicidad. Continué en el trabajo Cristiano mientras crecía, encontrando tiempo para trabajar para el Señor aún después de que tuve un trabajo regular. Hoy soy privilegiado en entregar todo mi tiempo al trabajo Cristiano.

Entré a la milicia, y como soldado tuve el privilegio de vivir para Dios en la isla de Guadalcanal. Una noche un soldado se acercó a mi cama después de que los otros estaban dormidos y me habló a través de la malla. No podía dormir porque se sentía culpable y condenado por sus pecados. Él dijo que quería ser un Cristiano. Me dio gusto poder orar por él y decirle cómo llegar a salvarse.

Como Cristiano, era llamado algunas veces al lecho de algún soldado que estuviera muy enfermo, o que estaba en la mesa de operaciones. Qué privilegio era ayudar a hacerlo sentir lo más confortable posible, y también contarle sobre Jesús. Un muchacho me pidió que tomara su Testamento de su chaqueta y que lo guardara por él. Lo guardaba como un tesoro porque su madre se lo había dado. Después de la operación oró y Dios lo salvó. Cuando vinieron a llevárselo a los Estados Unidos, señaló al muñón que tenía en lugar de la mano y dijo que aún habiendo perdido la mano, estaba agradecido, pues había sido salvado al venir al hospital.

Unos años después de haber regresado a casa del servicio militar, fui mandado a África como misionero para hablarles a la gente ahí, tanto a jóvenes como a viejos, sobre el Evangelio de Jesús y Su amor por ellos. Aunque vi muchos lugares y cosas nuevos e interesantes durante mis viajes, la más hermosa y grandiosa escena fue la de nativos arrodillándose. Habían dejado su adoración de ídolos de madera e ídolos de barro, y reverenciaban al verdadero Dios, buscando Su perdón y salvación. La mayor alegría en esta tierra es hablar a otros sobre Jesús.

Después de muchos años de haber sido Cristiano puedo decir que la mejor elección que he hecho fue la de elegir servir a Dios cuando todavía era un colegial.